En su editorial de hoy La Vanguardia refería: "De gravísimos hay que catalogar los hechos de ayer en los alrededores del Parlament de Catalunya. Se trata de unos sucesos excepcionales, sin precedentes en los más de treinta años transcurridos desde la recuperación de la democracia y la autonomía. Más propios de otras latitudes y de otras épocas de la historia, los acontecimientos que ayer rompieron la normalidad han proyectado al resto del mundo una imagen penosa, inquietante y tercermundista de la sociedad catalana".
El Periódico, por su parte, recoge declaraciones de Artur Mas, presidente de la Generalitat: "Entiendo que haya mucha gente que pueda estar indignada, pero eso no es lo mismo que actuar con indignidad". Igualmente El País abría el debate "¿Es condenable la protesta de indignados en torno al Parlamento catalán?"
Políticos y no políticos han cuestionado si es democrática la actitud de los indignados violentos. Los medios de comunicación han hecho también lo suyo. Sin embargo, nadie o casi nadie calificó de tercermundista o antidemocrática la arremetida de los Mossos contra los acampados en Plaça Catalunya el pasado 27 de mayo.
Todos los demócratas, verdaderos o falsos, deberían preguntarse por estos días: ¿no es virulenta la corrupción? ¿por qué no se separan de las listas electorales a los presuntos delincuentes, sean del partido que sean? ¿no es salvaje prometer en campaña lo que luego nunca se cumple? ¿no es bestial que los políticos hasta el otro día estuviesen olisqueando el trasero del dictador libio, para ahora condenarle? ¿no es violencia suponer que los electores no tienen memoria?
La democracia establecida es lo que hay, pero basta de tupirnos. Indignación es una palabra bastante sedosa, acaricidadora y blanda, para lo que debe sentirse ante tanto desmadre y falacia.
Foto tomada del blog de David Barba
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