jueves, 30 de junio de 2011

EN SU PEQUEÑO TEATRO

Entrevista realizada a Roberto Fabelo el 13 de julio de 1999

"Qué sacrificio tan inútil hijo de mi vida, el que estás haciendo de tu tranquilidad y de la de todos los que te quieren, no hay un solo ser que te lo sepa agradecer, el que más achaca tu sacrificio al ansia de brillar, otros, a la propia conveniencia, y nadie en su verdadero valor".
"Cuando tengas mucha faena, deja el escribirme para otro lugarcito, pues cartas como la última no me llenan y me dejan muy triste, pues sólo parece escrita para cubrir un expediente. Qué poco confidencial hijo, ni me dices siquiera si sabes a menudo de tu hijo, ni me preguntas si sé yo de él, ni me das a entender si habías recibido la última mía, en la que se te preguntaba algo de tu salud, nada, nada, neblina tan tupida como la que velan mis ojos, y sin embargo no te puedo escribir así, pero como los del alma están claros creen ver en esa carta mucha ofuscación".
"La pluma se me cae de la mano, no sé ni lo que te escribo, ni si esta tendrá la misma suerte de las anteriores, así es, que acabo aquí rogándote otra vez si la lees no sea con tanta indiferencia como las demás, pues de lo contrario me harás dudar de tu juicio y de tu cariño, pues por trabajosa que sea tu vida no puede faltar un momento, para evitar esta angustia en que haces vivir, o mejor dicho, morir, a tu madre".

Cuándo le pregunté a Fabelo qué ha significado nacer en Cuba un 28 de enero, el mismo día que José Martí, respondió con fragmentos que tiene marcados en un libro. Más tarde explica:
Recientemente salió una edición de las cartas que le dirigieron a Martí, y hay que ver lo terrible que resultan algunas. Hay reproches de la familia, son duros. Y me doy cuenta que estuvo tan integrado a su labor política, poética, como periodista,  y como hombre comprometido, que prácticamente no tuvo tiempo para la familia. Me gusta haber nacido el 28 de enero. Me siento martiano, y para cada uno de nosotros Martí significa muchísimo.
En documentos me vine a inscribir cuando tenía 14 años. Mis padres no se habían casado; mi padre se llevó a mi madre cuando ella tenía como 15 años. Sabes que en el campo eso se da. No vinieron a casarse hasta que estuvimos en La Habana.
Hasta esa fecha solo me llamaba Roberto. Y desde entonces es que me llamo José Roberto. El José no lo he usado nunca, sí en documentos. Todo el mundo desde niño pues me llamaba Roberto, y seguí Roberto. Después, en el medio, Fabelo. Me pusieron José en homenaje a Martí. Claro, a medida que pasó el tiempo fui conociendo más a Martí, su grandeza poética, lo histórico.

¿Podría decirse que Roberto Fabelo es un buen lector?
No. Antes leía más que ahora; es una verdad que duele. Leía más, dedicaba más, tenía más tiempo. El horizonte estaba mucho más lejos, y esa avidez que tiene uno cuando empieza a formar su personalidad intelectual, artística.
Leí de todo lo que me caía en las manos. Sobre todo cuando desde la adolescencia en La Habana, empecé a decidir que iba a estudiar Pintura. Me acuerdo que casi simultáneamente leía a Alejo Carpentier, a los escritores americanos que por aquella época se publicaban mucho aquí, la gente de la Generación Perdida, Hemingway.
Ya después no solo ficción, sino obras de otro carácter: ensayos, textos teóricos. Que son también directamente contribuyentes a la formación de una poética personal, de una visión, de un tipo de reflexión. Los libros de Historia del Arte, de crítica. Todo lo que aparece en revistas culturales, que uno no tiene que menospreciarlo en lo absoluto. En las revistas literarias y artísticas se mueve mucho de lo que acontece. Pero no soy un lector como quisiera; cada día más tiempo para pintar, para dibujar, y menos para todo lo otro.
Y bueno como soy muy amante de la familia, me siento bien con mi familia, con mis hijos, dedico tiempo, hago un esfuerzo. Trato de hacer un todo, entre el protagonismo que también tiene mi labor creativa y la familia. No es solamente que haga un trabajo que sea una contribución a nuestras vidas... desde todos los puntos de vista, como obra creada, como patrimonio para la familia, también desde el punto de vista económico. No quiero perder de vista que no hay nada que pueda suplantar, no hay ningún sucedáneo para las relaciones familiares. Es un problema de equilibrar, que siempre es difícil.

En el caso de la obra de García Márquez que ilustró, ¿fue un pedido del Gabo?
Sí; había hecho dibujos a partir de la lectura de Cien años de soledad y otras obras, sus cuentos. En una ocasión, no me acuerdo si fue en un Congreso, yo tenía unos dibujos expuestos. Al tiempo me mandó un mensaje: quería que ilustrara La triste historia de la Cándida Eréndira... Aunque había dibujado sobre Cien años de soledad, fue ese el primer libro.
Y después en Cien años de soledad un montón de ilustraciones, y a cada rato retomo. Aparece una Amaranta por ahí, o la abuela desalmada, o la Cándida. Eso debe haber dejado quizás algo en mi trabajo: no digo macondiano, pero sí puedo decir garcíamarquiano; quizás como revelación de nuestra identidad latina o latinoamericana, conjuntamente con Carpentier. Cierto barroquismo en mi trabajo, pero García Márquez fue..., como para muchos escritores y artistas, fue siempre una revelación muy grande. Y puede que haya algo de todos esos personajes delirantes y fantásticos que aparecen en su obra. Es un peligro.
En Venezuela, a alguien se le ocurrió escribir: “Fabelo es la llave de García Márquez”. Una exageración que no me gustó, pero lo hubiera dicho a la inversa: “García Márquez es la llave de Fabelo”. Lo que pude extraer es que existía una relación muy estrecha entre mi concepción de la imagen, de los personajes. Es como un componente, igual que el cine, el disfrute de la naturaleza... son factores. Lo que ha creado el hombre influye en uno.

El colombiano Fernando Botero ha manifestado que las influencias son la riqueza de un pintor. ¿Cuáles son las de Fabelo?
Oh millones, y de todo tipo. En términos de pintura, he dicho que tengo una influencia de la hispana, desde Velázquez, Goya, hasta... Cuando digo influencias hay que verlas desde muchos sentidos. Porque no es que la imagen propiamente te remita de inmediato a uno u otro pintor; sino que viven a veces en el sentido de los asuntos y trasmundos. Por ejemplo, un pintor como Antonio Saura siempre me impresionó.
Le debo mucho a Goya, a Velázquez, y al espíritu de lo hispano, a la picaresca, al sentido un poco grotesco de ciertos contenidos. Y eso está presente en mi trabajo como influencia. Igual que pienso que hay también influencias del cine, hasta de los cómics. De la literatura. Es decir, influencias múltiples.
Recientemente un último pintor que conocí, Lucian Freud, nieto de Sigmund Freud para más. Un figurativo interesante, muy singular. Es un creador que puede ser influyente; me sentí identificado inmediatamente con su obra, con su interés por la figura humana, por los rasgos del alma y del cuerpo. Pudiera decir casi que me hubiera gustado ser así. Como me hubiera gustado ser Velázquez o Goya.
Hay otras influencias de otras fuentes de interés para mí, como la escultura religiosa, en los retablos. De alguna manera he intentado hacer también algunos planteos con la escultura, usos del volumen, no solamente el plano.  Ese interés que he tenido en la figuración viene de ahí.
El mundo de la plástica ha cambiado mucho, ha seguido evolucionando. El asunto más que decir si estoy o no a la vanguardia, o si sigo la tradición, es tratar de ser consecuente y lo más natural posible. Cómo fluye la creación humana, que tiene que ser el súmmun de toda esa experiencia vital, cultural. Y de influencias que no percibimos de inmediato, pero que están ejerciendo una fuerte impresión sobre uno. Son señal, sin ningún sentido místico, de las complejas relaciones entre los seres humanos, entre las cosas.

¿De qué manera logra la conjunción entre lo grotesco y lo bello?
Hay una rara belleza en lo grotesco. En el Reparto Náutico, donde vivía, tenía al frente una señora. Era una negra gorda, bajita. Era un negro casi morado. Me recordaba, en una asociación, un caimito cuando está maduro: estiradita la piel de la fruta, una mezcla de un rojo con un violeta oscuro.
Esa señora... intenté que me posara, casi lo logré. Tendría, no sé, 50 años, y era casi redonda por completo. Era una figura rara, extraña, insólita. Hay una poesía de lo raro, y una belleza de lo raro. Y de lo que esa señora, casi grotesca en su constitución, estaba dando como forma. Y no es pasión morbosa la que hay por ese tipo de gente.
Un perro chino, con esa piel desprovista de pelo, tiene el color de... Casi feo, cuando digo casi feo digo casi bello. Y esa relación está definiendo o revelando un sentido de la belleza, que no brota solamente de las cosas lindas. Estoy hablando de ese tipo de belleza que da lo grotesco, lo exagerado, lo inusitado.
La existencia de esa realidad el hombre no la descarta, la ha incorporado a su vida misma. Una pared totalmente descascarada tiene también la belleza del tiempo que ha pasado, donde las moscas se han posado.

¿Por qué tantas cabezas?
La cabeza es lo que más veo. Es la cima del ser humano. Sobre la cabeza pongo cosas que pueden remitir a una idea totémica,  a una imagen totémica. Pero también son como las cosas que salen de la cabeza del hombre.
Además en las cabezas, en los rostros, está la historia de la gente, su pasión, su verdad, su mentira. Aunque la gente se enmascara. Eso es un rejuego, un poco "teatralesco". Y de ahí esa serie que titulé Pequeño teatro, donde quizás en las cabezas está la síntesis de todo lo que sucede.

Ud. no es muy amigo de pintar en la calle. Olvidemos eso ahora: si tuviera que hacer un mural de conjunto en cualquier rincón de La Habana, ¿con qué pintor cubano lo haría?
Hay dos pintores con los cuales me gustaría hacerlo: uno que ya no está, que es Carlos Enríquez; y otro que está todavía, que se llama Pedro Pablo.

¿Qué queda del niño que nació en Guáimaro?
Eso es algo, que por suerte para mí, creo que todavía existe. Por suerte porque sigo asombrándome con muchas cosas. He declarado a veces que me siento como un estudiante permanente.
De alguna manera me doy cuenta que estoy transmitiendo a veces hasta conocimientos de la naturaleza de un muchacho, de un niño, de un tipo interesado en conocer cosas y en asombrarse con las cosas. Eso dicho ya al borde de los 50 años puede parecer un poco exagerado, pero lo confieso así sinceramente: sigo sintiendo que me asombro a veces con una imagen extraña, un libro extraño, mirando con los niños míos la naturaleza.
Y qué sucede, que con el tiempo es una cosa que se va perdiendo. Ese niño no digo que uno lo vaya matando pero sí lo va suplantando por un adulto problematizado, envuelto ya en problemáticas de otra etapa de la vida. Pero sí me sigo sintiendo todavía con esa especie de inquietud. Creo que mientras que lo acompañe a uno, eso influye mucho para las expectativas creativas, y para las ansiedades por hacer cosas. Algo, algo parece que queda.

¿Y las figuras que hacía con cera cuando niño?
Eran lagartijas, alacranes, arañas. Las hacía lo mismo con fango que con cera, para divertirme. A mi abuela, pobrecita, le asustaban los alacranes. Se los hacía tan minuciosos, que eso le daba más realismo. Mi abuela, la madre de mi padre, se los encontraba en la cama, o en la mesa cuando iba a comer. Travesuras, ¿no?
Claro, me doy cuenta que me daba gusto hacerlo. Y modelar con barro, barro que desechaba, que ni siquiera llegaba... Todavía no era el asunto llevarlo a cocer, ni nada. Era una cosa muy primitiva, muy infantil, muy ingenua, muy divertida.
Ahí está la génesis de mucho de mi trabajo, de mi interés posterior por ese contacto con la naturaleza, con los animales, el entorno, con los materiales que había a la mano. Y además hacer cohetes y ese tipo de cosas con medios del lugar: huesos, latas viejas que me encontraba. Era típico armar una carreta con latas escachadas. Ese era un juguete muy rústico. Cogíamos dos botellas, las uníamos por el cuello y eran como dos bueyes. Hacíamos un corral en la tierra, metíamos pajitas de las mismas ramas, cercábamos con una soga, y así nos divertíamos. Como hacen los niños.

Precisamente fue un pequeño quien me acompañó antes de conversar con el pintor. Gabriel Fabelo apareció en calzoncillos y envuelto en una sábana blanca a modo de capa: “Yo soy Batman Murciélago. ¿Y tú dónde vives? ¿Con Manolo? ¿Con la Doctora?” No sabía qué decirle; apenas articulaba bien y costaba entender algunas de sus preguntas.
Ahora mientras vuelvo a aquella mañana, dudo: ¿con cuál de los dos niños me quedo, con Gabriel o con su padre? El artista me había descubierto cómo fue; su hijo, antes de marcharme, corrió hacía mí con un montón de tallos de plantas: “te regalo esta florecita”. ¿De cuál de los dos habrá sido la idea?

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