lunes, 10 de octubre de 2016

ALEJANDRO Y EL MAR

La primera vez que la muerte me rozó, yo apenas tenía 14 o 15 años. Fue el abuelo del noviecito de entonces. Durante mucho tiempo me acompañó la lividez de aquel rostro que vi por el cristal del féretro.
Fue turbador y a partir de aquel momento en las funerarias, sin comentarlo a nadie, evitaba acercarme a los ataúdes.
Aunque un psicólogo me explicó, como ya he contado alguna vez, que no es aconsejable no ver a las personas muertas, sigo prefiriendo guardar memoria de todos mis difuntos, pero vivos. Que me venga a la cabeza cuando charlábamos o tan solo nos cruzábamos en medio de la calle.
Con Alejandro no pude elegir. Las veces que volví a Cuba nunca lo vi; él vivía fuera de La Habana. Y no puedo recordar con claridad, antes de irme, cuándo fue la última vez que coincidimos.
Alejandro es mi infancia. Sus padres, mis padres, él y su hermano, el mío y yo. Hasta que tuve 11 años, nos reencontrábamos de verano en verano. Mientras sus padres (amigos de los míos), Alejandro y su hermano residían en Milán, mis padres, mi hermano y yo nos quedábamos en Marianao, pendientes de la casa de ellos. Italia era el lugar muy lejano para la niña que era. Cuando se acercaba la fecha en que volvían a Cuba, de vacaciones, mis papás se ocupaban de ventilar el apartamento de 51 y limpiarlo.
Admito que Alejandro fue desde niño tan extrovertido y alocado, que nunca tuve con él demasiada afinidad. Él era el más grande de todos los hermanos, y yo era la niña. Tampoco él nunca me tomó mucho en cuenta. Elegía jugar con mi hermano, quien era más próximo a él en pillerías.
Hacía meses que sabía que estaba enfermo, pero algo, no sé qué, me hizo confiar en que para alguien tan libre el fin tardaría.
Cuando fuimos creciendo, y ya éramos todos unos jóvenes, de lejos veía que tenía mucha suerte con las mujeres. Las enamoraba. Y por cosas que hacía, a veces hasta llegué a pensar que estaba algo loco. Cuando todos en Cuba solo pensaban en irse, Alejandro se casó con una italiana y se la trajo a vivir a la isla. Saboreaba la vida y sus placeres, sin importarle lo que los demás pudiesen pensar. O al menos eso parecía.
Con la enfermedad me cuentan que dijo que si él no podía volver a bucear, prefería morir. El mar era su casa. Y en su casa se quedó. Quiso que lo cremaran y que sus cenizas fueran a parar a ese mismo mar, donde durante años se sumergió junto a turistas. 
Sospecho que desde el fondo del mar no deja de reírse de mí. A carcajadas. No entiende mi llanto: él está donde quiere.




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