miércoles, 9 de noviembre de 2016

DONALD, LA BENDICIÓN DE AMÉRICA

Miércoles 9 de noviembre, 5:30 am. Me despierta bruscamente un mensaje de texto: "Dios bendiga a América". Es de X, una amiga de mi madre, cubana, septuagenaria y votante de Donald Trump. Así, texteando antes del amanecer, mostraba al mundo su regocijo.
No sé quién lo dijo primero, y mucho menos a quién se lo escuché por primera vez. Aquello de que "cada pueblo o nación, o como se le quiera llamar, tiene el gobernante que merece". Quien lo decía, se refería al tirano Fidel Castro. Siguiendo ese razonamiento, podría pensarse que los estadounidenses se merecían a Donald Trump. No me atrevo a asegurarlo.
He asistido como observadora a estas mis primeras elecciones en EEUU. Atentamente escuché a simpatizantes de republicanos y demócratas. Para aprender y aprehender. Leí, por razones profesionales, incontables análisis de intención de voto según las encuestas. Encuestas en las que, por cierto, nunca he confiado demasiado. Díganme incrédula.
La percepción, tras mucho observar, es que la gente fue a depositar sus boletas, más impulsados por pasiones que por razones. Como aquel argumento de que votaban a Trump porque Clinton es comunista. O que ya bastante habían tenido con un demócrata negro en la Casa Blanca. Todo demasiado visceral a la hora de elegir al presidente de la nación más poderosa del planeta.
Donald Trump se presentó como el "salvador" de Estados Unidos. Y pavor me dan quienes dicen y prometen lo que la gente quiere escuchar. "Hagamos a América grande de nuevo".




En redes sociales podían leerse comentarios como este: "Los ciudadanos Americanos que aman nuestro país dijeron, Basta Ya!...No más a la agenda izquierdista!... God Bless America!"
La mejor prueba de la grandeza de las democracias, de que los ciudadanos elijan, es que alguien como el magnate pueda llegar a presidente de EEUU. Principalmente porque el único que sabe cuáles son los reales propósitos de Donald, es Trump. 

lunes, 10 de octubre de 2016

ALEJANDRO Y EL MAR

La primera vez que la muerte me rozó, yo apenas tenía 14 o 15 años. Fue el abuelo del noviecito de entonces. Durante mucho tiempo me acompañó la lividez de aquel rostro que vi por el cristal del féretro.
Fue turbador y a partir de aquel momento en las funerarias, sin comentarlo a nadie, evitaba acercarme a los ataúdes.
Aunque un psicólogo me explicó, como ya he contado alguna vez, que no es aconsejable no ver a las personas muertas, sigo prefiriendo guardar memoria de todos mis difuntos, pero vivos. Que me venga a la cabeza cuando charlábamos o tan solo nos cruzábamos en medio de la calle.
Con Alejandro no pude elegir. Las veces que volví a Cuba nunca lo vi; él vivía fuera de La Habana. Y no puedo recordar con claridad, antes de irme, cuándo fue la última vez que coincidimos.
Alejandro es mi infancia. Sus padres, mis padres, él y su hermano, el mío y yo. Hasta que tuve 11 años, nos reencontrábamos de verano en verano. Mientras sus padres (amigos de los míos), Alejandro y su hermano residían en Milán, mis padres, mi hermano y yo nos quedábamos en Marianao, pendientes de la casa de ellos. Italia era el lugar muy lejano para la niña que era. Cuando se acercaba la fecha en que volvían a Cuba, de vacaciones, mis papás se ocupaban de ventilar el apartamento de 51 y limpiarlo.
Admito que Alejandro fue desde niño tan extrovertido y alocado, que nunca tuve con él demasiada afinidad. Él era el más grande de todos los hermanos, y yo era la niña. Tampoco él nunca me tomó mucho en cuenta. Elegía jugar con mi hermano, quien era más próximo a él en pillerías.
Hacía meses que sabía que estaba enfermo, pero algo, no sé qué, me hizo confiar en que para alguien tan libre el fin tardaría.
Cuando fuimos creciendo, y ya éramos todos unos jóvenes, de lejos veía que tenía mucha suerte con las mujeres. Las enamoraba. Y por cosas que hacía, a veces hasta llegué a pensar que estaba algo loco. Cuando todos en Cuba solo pensaban en irse, Alejandro se casó con una italiana y se la trajo a vivir a la isla. Saboreaba la vida y sus placeres, sin importarle lo que los demás pudiesen pensar. O al menos eso parecía.
Con la enfermedad me cuentan que dijo que si él no podía volver a bucear, prefería morir. El mar era su casa. Y en su casa se quedó. Quiso que lo cremaran y que sus cenizas fueran a parar a ese mismo mar, donde durante años se sumergió junto a turistas. 
Sospecho que desde el fondo del mar no deja de reírse de mí. A carcajadas. No entiende mi llanto: él está donde quiere.




miércoles, 29 de junio de 2016

EL DÍA QUE CONOCÍ A BENEDETTI

Lo de Benedetti fue hace mucho tiempo. Camilo Egaña probablemente no recuerde que fue él quien me propició el encuentro, del que solo fui testigo silenciosa. Camilo debía ir al Hotel Riviera a entrevistar al poeta; yo perseguía a Camilo a todas partes, con su consentimiento, para seguir el proceso previo a la emisión de "Buenas noches, ciudad". Me habían encargado una entrevista a Camilo Egaña para el tabloide cubano Alma Mater.
En uno de aquellos días de rastreo involuntario a Egaña, llegué a Radio Ciudad y me dijo: "tengo que entrevistar a Benedetti, ¿quieres venir?" No me lo podía creer. Tenía veintitantos años y no oculto que Mario Benedetti me zarandeaba. Veneraba el poema "Última noción de Laura", y a Laura Avellaneda y Martín Santomé, los personajes de La Tregua.

Usted martín santomé no sabe
cómo querría tener yo ahora
todo el tiempo del mundo para quererlo
pero no voy a convocarlo junto a mí
ya que aún en el caso de que no estuviera
todavía muriéndome
entonces moriría
sólo de aproximarme a su tristeza.

usted martín santomé no sabe
cuánto he luchado por seguir viviendo
cómo he querido vivir para vivirlo
porque me estoy muriendo santomé

usted claro no sabe
ya que nunca lo he dicho
ni siquiera
en esas noches en que usted me descubre
con sus manos incrédulas y libres
usted no sabe cómo yo valoro
su sencillo coraje de quererme

usted martín santomé no sabe
y sé que no lo sabe
porque he visto sus ojos
despejando
la incógnita del miedo

no sabe que no es viejo
que no podría serlo
en todo caso allá usted con sus años
yo estoy segura de quererlo así.

usted martín santomé no sabe
qué bien, que lindo dice 
avellaneda
de algún modo ha inventado
mi nombre con su amor

usted es la respuesta que yo esperaba
a una pregunta que nunca he formulado
usted es mi hombre
y yo la que abandono
usted es mi hombre
y yo la que flaqueo

usted Martín Santomé no sabe
al menos no lo sabe en esta espera
qué triste es ver cerrarse la alegría
sin previo aviso
de un brutal portazo

es raro
pero siento
que me voy alejando
de usted y de mí
que estábamos tan cerca
de mí y de usted

quizá porque vivir es eso
es estar cerca
y yo me estoy muriendo 
santomé
no sabe usted
qué oscura
qué lejos
qué callada
usted
martín
martín cómo era
los nombres se me caen
yo misma me estoy cayendo

usted de todos modos
no sabe ni imagina
qué sola va a quedar
mi muerte
sin
su
vi
da.

En la habitación del Hotel Riviera solo escuché. Me seducían Mario Benedetti y su entrevistador, a quien también admiraba. Inexplicablemente tengo pocos recuerdos nítidos. Tampoco he podido recuperar lo que dejé escrito para Alma Mater

En estos días he pensado en Camilo, porque me sigue encantando lo que hace en CNN, donde está a punto de iniciar un nuevo proyecto. Aunque creo que siempre lo preferiré en la radio. Benedetti ya no me sacude: me he hecho mayor y su poesía me resulta demasiado obvia. Mas agradezco a mi profesión haberlos conocido a los dos: al poeta y a Egaña. 

(Foto: http://www.theidealist.es)