jueves, 28 de julio de 2011

LA CIUDAD DEL ESCAPE

"Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estrangeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única".
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

"Yo viví en un mundo y cerca de personas que no volveré a ver. No es, compréndanlo, que no quiero volver a ustedes, es que no quiero volver al pasado. [...] Yo no vivo, floto, Ya no vivo en España / vivo en una isla. / Una isla / llamada soledad".
Gastón Baquero

La ciudad comenzó a ser mía, o yo de ella, cuando trataba de evitarla y quise abandonarla. Al principio pensé que acaso era poco tiempo para ya tener una ciudad, o que ella me tuviese a mí. Pero los recuerdos me atosigaban.
Me descubrí desandando calles de Barcelona, haciendo los caminos mucho más largos con tal de no pasar por algunos sitios. Innumerables veces esquivé el cruce de Avinguda de Roma y Rocafort; la boca de metro de Plaça Espanya, la que da a Creu Coberta; la vista del Tibidabo a lo lejos, acompañado de la torre de Collserola; las torres venecianas; la colorida y musical fuente de Montjuic.
Fueron los primeros referentes de mi vida en Catalunya, y sentía como si no pudiese desasirme de ellos. Estas imágenes recurrentes habían como recubierto las de mi otra capital, la del lado de allá del Atlántico. Aquellas ahora parecían borrosas, eclipsadas, distantes, remotas.
Evocaciones en cualquier esquina de Barcelona: ¿cómo podía ser posible? Mi llegada coincidía con la Navidad del 2001, y tan solo un año y medio después tanta reminiscencia me agobiaba.
Aquella no tan lejana tarde del 2001 me esperaban en el aeropuerto los amigos que habían preparado mi viaje. Tras demasiadas horas en el avión, subí a un coche y con ojos cansados que se empeñaban en no estarlo, vi una intempestiva Barcelona. Alocadamente, sin orden alguno, con el paso de los días, se fueron borrando estas primeras impresiones. Al punto que supliqué a mis amigos que quería regresar a aquel bar de la calle Ferran, donde habíamos cenado.
Recorría Barcelona como si todo formara parte de un sueño, con el temor de que en el momento más alucinante despertaría. Era como si se me diese la ocasión de transitar por calles bellísimas, añoradas, contadas, requetecontadas... pero no vividas.
Deambulaba: Hospital de Sant Pau, la Sagrada Familia, el Passeig de Gràcia en ambas direcciones, rincones del Raval y el Gótico, el Parc de la Ciutadella, el bar Els Quatre Gats... Todo aparentaba estar cubierto por un velo de letargo. Y siempre el miedo de la vuelta a la realidad. Porque, para mí, soñaba.
Adoraba subirme al metro y sentarme al lado de un pakistaní. Escuchar cómo una chica dominicana quedaba con sus amigas para ir a bailar. Más allá un grupo de italianos se quejaba por el fin de sus vacaciones. Una ecuatoriana iba con prisas para su segundo trabajo. Aquel francés me deleitaba con la pronunciación de la r. Y el fondo musical de un violín que tocaba un gitano rumano.
En el inicio me perdía en el laberinto de nombres ajenos, que día a día se fueron haciendo propios: Sants, Nou Barris, Sant Andreu, Eixample, Ciutat Vella, Sarrià, Pedralbes, y la Barceloneta, barrio donde he arrojado temporalmente mis anclas.
Pero, solo a partir de los recuerdos me atosigaran, comencé a creer que estaba en mi nueva morada. Cuando llegué de la isla, Barcelona fue la ciudad del escape. La posibilidad de tener lo que siempre quise. Ver el mar, pero no estar rodeada de mar. Porque la insularidad, inevitablemente, cercena; te hace perder.
Desde una isla, se piensa mucho en lo inmediato; cuesta ver más allá. Por más que trates de que tus ojos y tus sentidos todos vuelen... existe la frontera del agua: un muro transparente en el que las quimeras se ahogan.
Unos pocos pasos y ahí está el salado mar, que ni para paliar bien la ser sirve. Tenía con él una relación de amor-odio. Lo necesitaba: dilapidaba horas perpetuas frente a sus desmedidas aguas; mas a su vez le reprochaba todo lo querido que estaba dispuesto a devorar.
En la península el mar cobra otra dimensión. El Mediterráneo está, es, y no encierra. A sus orillas acuden solitarios que buscan compañía sin atreverse a admitirlo. Van con sus libros o sus perros, dialogan con ellos o con las aguas. Sus mascotas hacen cabriolas en la arena, mientras los ermitaños trazan, quizás sin saberlo, evasivas estrategias de sobrevivencia. Y esperan. Aguardan probablemente a la diosa blanca, milagrosa musa en la antigua Europa mediterránea; u otros, a un Neptuno omnipotente.
Con piedad contemplo en mis paseos a estos náufragos. Hubo un tiempo en que también pedía al mar lo imposible. Que me diera respuestas; me negaba a oír las que estaban dentro de mí.
Hoy, con el paso del tiempo, disfruto Barcelona sin sentirla ajena; pero sabiendo que no le pertenezco. Porque soy una errante. Esta ciudad me dio la libertad de escoger, de decidir a dónde voy, de dónde regreso. De poder creer que existe mañana. Por eso, da igual a dónde vuele, siempre volveré. ¿Qué le debo a Barcelona? Este, mi segundo nacimiento. El indeleble sosiego de la libertad.

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