Tardé seis años en volver. Todavía hoy me pregunto si debí hacerlo, si debí exponerme al dolor de ver cómo nos habían destruido los recuerdos.
El oficial de aduana no me dio muy buen recibimiento: no entendió cómo si tenía PRE (Permiso de Residencia en el Exterior), había estado fuera desde el 2001 sin volver. Estuvo no sé ni cuánto tiempo revolviendo obsesivamente mi pasaporte, desde la primera hasta la última página. Al final me dejó ir. El hombre se podía haber ahorrado todo aquel trámite: no había motivos ocultos: no me apetecía volver.
La distancia impuesta, consciente o inconscientemente, no había sido del todo negativa. A lo lejos, todo se veía de otra manera, sin envoltura. Además de que vivir en otras circunstancias, tan diferentes a las de donde viniste al mundo, amplía las perspectivas, los puntos de vista.
Lo peor fue el encuentro con los antiguos amigos de mis padres. Pertenecen a la generación que lo dio todo por la Revolución del 59, desde la creencia más cristalina. La mayor parte de ellos se reconocen estafados. Y viven en solitario, tristísimos: sus hijos optaron por abandonar la isla, hartos de una existencia en la que no eliges. Los que están en el poder, lo hacen por ti.
A mis pocos amigos que quedan en Cuba, los vi intentando sobrevivir, ahogados. Muchos, buscando la manera de encontrar otras posibilidades fuera de la isla. Y una gran multitud, de conocidos, sumergida en la simulación: disfrazados de lo que no son.
Me costó digerirlo todo. Algún día se escribirá sobre la aflicción que provoca el que algunos te despojen de tu país, se adueñen de él, y te veas obligado a esta lejanía forzada. Tan solo por el anhelo de ser libre, y no sentirte prisionero de las ideas de unos pocos.
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